□La Milésima Bilocación
Las peripecias de Glum
□ MAR MARILLA
Allá cuando era joven todavía, Glum ya caminaba reposadamente, sin pertenencias, por entre los mundos. Nos encontramos en un tiempo en el que ni si quiera necesitaba de su bastón; en un tiempo en el que su piel escamosa recibía, todavía tersa, los rayos de los soles, lunas y luces misteriosas de entre los mundos. Su grave color pantanoso característico era a esta edad suya un fino verde claro y su paso… bueno, su paso seguía siendo el mismo, lento y sereno.
¿Cómo describir los parajes de entre los mundos? Yo, que soy relator, no he visto ni veré un mundo que no sea el mío. De la misma manera que no puedo describir un color que nunca he visto no puedo nombrar lo nunca nombrado. En cualquier caso, el lector ha de saber que los caminos de entre los mundos son paisajes raros y mal definidos por la naturaleza, desligados de todo lo ligable, aceites en el agua y curvas en lo recto. Dejo a la imaginación del lector la tarea de imaginar para este contexto todo lo inimaginable, todo lo que no pueda ser en su mundo, de manera que cree él mismo su propio espacio de entre mundos que, ya he dicho, cuanto más imposible se antoje, más aproximado estará de la realidad.
Por estos lugares imposibles para nosotros, los seres imaginativos, camina Glum a diario, pues es acostumbrado en toda criatura que, en cierto momento de su vida, se realicen los actos naturales relativos a la especie y, así, siendo Glum de la especie de los caminantes de entre mundos, un buen día empezó a caminar y no paró. De esta suerte llegó aquí, con su lento caminar, un pasito y luego otro, tan sereno como joven; de esta suerte llegó en el momento preciso al lugar indicado. Abrió mucho los ojos y estiró su cuello todo lo que pudo para ver mejor. ¿Era aquello que veía otra criatura?
La observó largo rato manteniendo la expresión. A lo lejos, en la base de una colina, una criatura se movía bajo dos árboles. Distinguía, a través de los pequeños y apretados claros que dejaban las ramas, el movimiento rosado de algo. ¡Qué curiosidad! ¿Iría?
Con mucho cuidado de no hacer ruido, Glum se acopla a la marcha por el lado izquierdo. Mantiene los ojos en el suelo, en señal de respeto. El ritmo que mantiene la extraña criatura al andar es cómodo para el cuerpo de Glum, pero los sonidos marcados de su respiración le revelan que la marcha no es tan sencilla para la criatura. Empero, Glum camina a su lado, respetuoso, y la criatura hace lo mismo.
Glum trata de percibir qué le sucede a la pobre criatura. ¿Por qué camina sola por entre los mundos? ¿Tiene algún problema en la respiración? ¿Será como él? ¿Quién es?
Se otorga, pues, el primer privilegio del día. Por lo general, Glum se concede a sí mismo poderes constantemente. Piensa que así evita actuar indebidamente. En cualquier caso, echa un vistazo a su silenciosa acompañante.
Su cuerpo es de un color rosado sin escamas. En su cabeza crece un pelo muy oscuro que cubre su rostro. Mantiene su figura encorvada malamente, inclinada hacia delante como queriendo recoger algo del suelo. De esta mala postura ha heredado una joroba y marcas de huesos en su desnutrida complexión. Cuando los ojos de Glum llegan a sus pies se revela la causa de su mala postura: dos árboles, uno en cada pie, crecen desde sus talones hacia arriba. Dos gruesos troncos grises y nudosos, bajos, que dan paso a una espesura de ramas retorcidas y anudadas entre sí obligan a la criatura a mantenerse doblada y a arrastrar los pies bajo el peso de los árboles.
Viendo Glum la causa de su cansancio deja a un lado la diligencia y la educación y se planta ante ella:
—Señora criatura, creo que no se ha dado usted cuenta de que lleva dos árboles a rastras sembrados en sus talones.
Ve entonces el rostro de esta que le mira cansado, con el gesto desesperado. Abre la criatura los ojos al descubrir un ser vivo caminando, como ella, por entre los mundos.
Sin dejar de arrastrar los pies, aparta a Glum con dos brazos huesudos y sucios y dice:
—Por supuesto que me he dado cuenta.
—¿Y por qué los lleva ahí? ¿No es incómodo? —Pregunta Glum situándose de nuevo a la izquierda para caminar a su lado.
—¿Qué si son incómodos? ¡Ah! ¡No lo sabes tú bien! Pinchan como una mala prenda y pesan como un muerto. No me dejan levantar los pies y me mantienen encorvada todo el día. Además, desde hace tiempo su crecimiento llegó al punto de taparme la luz que viene del cénit… ya no hay destello que roce mi ser.
—Comprendo. ¿Y por qué llevas, viajera, dos árboles plantados en tus talones?
—Es… mi penitencia —dijo la criatura al tiempo que se paraba y se quedaba mirando sus pies. Entonces flexionó las rodillas tratando de sentarse de alguna manera, pero los troncos se lo impedían. Finalmente encontró una postura, algo rebuscada tal vez, probablemente nada cómoda, pero en ella se quedó y Glum se sentó frente a ella, y bajo la sombra de las espesas hojas enredadas de ambos árboles se miraron.
Parecía concentrada, con la frente arrugada y la mirada perdida en el entorno desértico y mal definido que les rodeaba, como si recordara. La boca de Glum se ensanchó al presentir una historia y la mujer penitente comenzó:
—Cuando era niña —dijo, mientras proyectaba en sus propios ojos, que parecían escudriñar la nada, sus recuerdos— jugaba con los otros niños y niñas de la aldea en un bosque cercano. El escondite era nuestro juego favorito. Nos escondíamos encima y debajo de los árboles, cubriéndonos de hojas y tratando de no hacer ruido al andar. Nuestros padres nos contaban historias sobre el pantano y nunca nos acercábamos. Decían que narraba la leyenda: «Del Pantano del Bosque vienen los niños a vivir con sus madres y padres. Los niños malos que se acercan a él se pierden para siempre y nacen de nuevo en otra familia. Nunca debe un niño o una niña acercarse al Pantano del Bosque, jamás». Y no lo hacíamos.
—Vaya, viajera, es fascinante. Prosigue, ¿cuál era tu nombre de niña?
—Mar. Marilla, me llamaban mis padres.
Glum asentía, con los ojos muy fijos en los ojos de Mar Marilla.
—¿Y qué te sucedió, Mar, Marilla?
—Me perdí en el pantano. No me di cuenta. Sin embargo, recuerdo del sueño que fue toda la experiencia una voz. Al principio era solo el timbre, lo característico. A medida que yo avanzaba la voz fue cobrando forma. «E…» Constante, era constante, Caminante.
Silencio. ¿Qué ha dicho?
—¿Cómo has dicho? ¿Sabes quién soy?
—Para llegar a donde yo he llegado, para habernos encontrado donde nos hemos encontrado hay que haber viajado mucho. Yo llegaba a pensar que nunca volvería a hablar con nadie, ni tampoco creí de niña que hablaría con alguien como usted, Caminante, pese a la imaginación de que goza la infancia.
—¿Cómo sabes que soy un Caminante? —La interrogó Glum—. ¿Hay más seres como yo? ¿Has conocido a más como yo? —Sus ojos achinados inspeccionaron a su anfitriona—. ¿Eres una Caminante como yo, Mar, Marilla?
En el rostro de Mar Marilla brilló por un instante una luz que hace mucho tiempo perdiera cuando era niña. La inocencia de Glum la hizo reír.
—Ambos caminamos, ambos pensamos y ambos reflexionamos en la eternidad del espacio de entre los mundos, Caminante, pero no, yo no soy como tú. Tan solo soy una criatura con una penitencia que la mantiene atada a la vida. He conocido lugares horrorosos, enloquecedores, misteriosos, pero nunca he visto a nadie; eres la primera criatura con la que hablo desde aquel fatídico día. Si quieres saber, Caminante, cómo conozco tu condición, te diré que hay conocimientos que no se adquieren hablando con otras criaturas, ni viendo, ni escuchando, ni tocando. Hay conocimientos, Caminante, que con el caminar y con el tiempo le llega a una a la memoria, como una sencilla operación matemática que realizamos cada día pero que nunca hemos plasmado por escrito. Pero no eres tú quien me concierne.
Mar Marilla hizo una pequeña pausa para echar un vistazo a la cabeza llana y pequeña de Glum. Aunque no encontró orejas, pronunció de nuevo con tono grave:
—«E…». ¿Sabe? Era una canción, pero no se escuchaba como se escuchan las canciones. «E…». Por sí mismo, el nombre canta una canción al ser pensado, escuchado. «E…». Un árbol sombreaba el agua del pantano y yo estaba lo suficientemente lejos como para verlo. Me sentía como si fuera a encontrar una moneda en cualquier momento; había olvidado el juego del escondite, había olvidado a mis amigos y me había olvidado de los cuentos que sabía sobre el pantano. Sonreí, inocente, en todo momento. «E…». Lo escuchaba sin parar. Escuchaba a otros niños cantar su canción. Yo flotaba, como en un sueño y, de pronto: «¡Qué haces aquí! ¡Qué engaños, qué asuntos, qué inconsciencia te ha traído aquí!». Pensé que era una voz infernal… ya ve si era inocente, Caminante, que, al escuchar esa voz, pensé que me resultaba infernal. Y, al tiempo: «E… E…». Yo me acerqué al agua, como hipnotizada. Había un claro redondo de agua limpia entre el fango del pantano que brillaba como la plata. He aquí mi moneda; su brillo es lo último que vi de mi mundo, su brillo fue lo último que hice en él… Unas manos o, tal vez, unas ramas retorcidas o unas raíces ramificadas metieron mi cabeza en el agua. «¡Qué engaños te han traído aquí!».
Mar Marilla se quedó callada. Sus ojos azules oscuros como la profundidad del océano escudriñaban el vacío; parecía alejada, afligida, ida. Una pequeña brisa sacudió las ramas de sus árboles que chirriaron como las patas hastiadas de un grillo.
—La inocencia no me salvó. «Hasta el día en que un niño coma del fruto de tu semilla vagarás penitente arrastrando dos árboles tras de ti». E… sembró sendos árboles en mis talones y me condenó a andar hasta que se cumpliera la profecía.
—Conque una profecía… —repitió Glum, saboreando sus propias palabras.
Mar Marilla le miraba pidiendo compasión. Los troncos crujieron cuando esta se tiró al suelo, sacudiendo sus ramas. Se acercó al él de rodillas, mirándolo fijamente, moviendo junto a ella los dos árboles sobre sus cabezas que se meneaban a izquierda y derecha presos de un terremoto en la tierra que habitan.
—Tú eres un Caminante. ¿No puedes ayudarme? Haz algo por mí, te lo pido. Ve a mi mundo, a mi casa, a mi madre. Dila que la quiero, por favor. ¡Por favor, necesito ayuda! ¡Ve, ve! ¡Ve y ayúdame a salir de aquí!
Glum, que se había apartado de la triste y decaída penitente, la dijo:
—Yo no puedo volver al tiempo pasado, Mar, Marilla. Conoces cosas, has viajado mucho tiempo por entre los mundos. Sabes que todo aquello ya ha pasado, ¿verdad? Dilo, Mar, Marilla.
—Es doloroso para mí…
—No importa; bien lo sabes.
—Está bien… lo diré. Ese mundo ya fue hace mucho tiempo. Mi mundo ya fue hace mucho tiempo. La aldea, los juguetes, mi madre, los otros niños y niñas… Todo ya fue hace mucho tiempo…
—Y nunca volverá, Mar, Marilla.
Mar Marilla lloró amargamente, con la respiración agitada, sola en el espacio de entre los mundos, sin la posibilidad de tumbarse, obligada, para siempre, a portar dos árboles en sus talones. «E…» escuchaba, como de cría, en su cabeza.
—Nada determina lo que le toca vivir a un ser que vive —sentenció Glum y, seguidamente—; nada, sino la propia determinación que es sucedida al vivir cualquier presente.
Cuando Mar Marilla levantó la cabeza Glum ya no estaba y, penitente, siguió vagando por entre los mundos.
***
Glum siguió caminando por entre los mundos como siempre había hecho. Se agachó a recoger algo que había en el suelo. Parecía la semilla de un árbol. Era del tamaño de su mano, oscura y plagada de pinchos a su alrededor. La guardó; si ayudaba a Mar Marilla a completar su profecía tal vez descubriese más cosas sobre ese ser.
«E…» piensa mientras camina despacio, a paso de tortuga, por los caminos borrosos y difuminados de entre los mundos.
□ EL HIJO DE GLUM
Érase una vez un reino en un tablero de ajedrez que, cobrando vida en él sus piezas desde muy antiguas edades, adquirió las características que hacen posible eso que llamamos existencia, y eso otro que calificamos como estar vivo, y llegó así el Reino del Ajedrez hasta muy lejanas eras en el tiempo, y siendo muy próspero no murió, y nunca ningún poeta del reino escribió en sus versos que el tiempo era viejo.
El porvenir hizo caer por esos lares a dos descabellados hombres de pelo en pecho; bueno, el porvenir o un ser que camina por entre los mundos, todo sea dicho. Pero estos hombres no vivieron mucho; se ahogaron al no encontrar oxígeno en el aire.
Glum, al ver este milagro que nunca antes hubo presenciado, investigó el asunto y el porqué de aquella inadaptación al ambiente, mas pensó que sin duda había sido lo mejor para esos dos darse por muertos de una vez, que ya trató él por mucho tiempo, trastabillando, de colocar al malhablado Roberto y al anhelante Julio en algún retazo de historia, y que por los redondeles del antojo que no encajan en ninguna.
Una vez muertos, en medio de aquel recóndito escondite donde nadie les veía, Glum meditó largo y tendido sobre qué habría de hacer ahora con el caso, que no era otro que los dos cuerpos muertos que tenía enfrente. Recordando halló ciertos rituales que allá por los lejanos mundos vio alguna vez, y pensó si no sería conveniente practicar uno con ellos, en particular aquel que de su tierra y mundo se tratase. Y en no más de cinco días Roberto y Julio fueron enterrados por Glum, que hubo de encargarse de excavar los hoyos y esculpir las lápidas.
Una vez celebrada la ceremonia, y sin remordimientos por el crimen cometido, desapareció de allí, sin preocuparse por que los habitantes del Tablero de Ajedrez descubrieran las dos lápidas. Mas las piezas de ajedrez son poco curiosas, muy temerosas de perder la vida y no se mueven de donde están a la ligera, por miedo a algún peligro que las acometa, y ha de saberse que las sepulturas de Roberto y Julio nunca fueron exhumadas por ningún habitante del Tablero, pasase por el lugar o no.
Sin nadie de quien ocuparse ni entretenimiento a qué atenerse, Glum vagó por entre los mundos, esperanzado de encontrar alguna diversión. Mas encontró muy pronto, y muchas, en cantidades indecentes, pues en los nuevos horizontes, como él siempre decía, había nuevos soñadores.
¿Pero qué sucedía al ser él el soñador de todos sus horizontes? Encontraba diversión en sí mismo y en la reflexión, pero no encontraba, por entre los mundos, ser alguno que no fuera él mismo. Él y nadie más. Él y su omnipotencia. Él y todo cuanto él podía crear. ¿No eran acaso todas las cosas que creaba él mismo? ¿Manaba de él todo el universo? Estas y otras preguntas todavía más dificultosas de contestar se amontonaban en su cabeza de tal manera que se convirtieron en obsesión para él, y llegó Glum a creer que todo cuanto había era parte de su ser, de él y de sus bilocaciones que, al mismo tiempo y de las mismas formas, eran él. Muy desdichado le hizo sentirse este pensamiento pues empezó a dar con todos los mundos como irreales e imaginarios, como faltos de ser, de esencia, y llegó hasta a plantearse un experimento que le proporcionaría la verdad a cambio de unas consecuencias horrorosas. ¡Qué ideas, qué ideas entraron en su cabeza en aquel instante, todas ellas venidas de aquel fastidioso momento en que encontraron la muerte Roberto y Julio! ¿Pues no vino a preguntarse si no sería él mismo un mortal y que había de buscar muerte, con su hallazgo incluido? ¡Qué ideas tan terrenales para una mente tan elevada!
El cómo fue algo que pensó mucho tiempo, como era debido. Sin prisa ninguna pasó largos años con tal pregunta en la memoria, tratando de sacar respuesta para ella en todo cuanto había a su alrededor.
Un buen día que pasaba por un mundo se cansó de esperar la respuesta perfecta y le preguntó a un aldeano que pasaba:
—Disculpe, caminante, hágame caso un momento, que tal vez usted pueda resolverme una duda que me carcome hace mucho tiempo ya.
El hombre, viéndose asaltado tan de pronto por un ser tan arrugado y pacífico, no pudo hacer otra cosa que no fuera mostrar respeto, creyéndole anciano, y preguntar qué era ese pensamiento que le daba vueltas a la cabeza. Respondió Glum así:
—Pues mire, caminante, que yo por mucho que he viajado, no he encontrado manera de darme muerte ninguna, y no me viene la idea de cómo hacerlo, ni me sobresalta de improviso como a algunos que he conocido, que de un segundo a otro les cambió el estado, tan rápido como deja de llover. Caminante, haga uso para mí de su imaginación y dígame, ¿cómo puedo yo matarme?
El aldeano, cogiendo de nuevo su carga, le respondió: —Mire que hay muchos que querrían llegar a su edad y no se andarían con parrafadas de pensamientos de ese estilo, sino con otras que de más días hablan. Sea usted paciente como ha sido hasta ahora en su vida, buen hombre, que su rostro me demuestra que ha vivido pacífico, y ya el porvenir y la providencia le darán la hora; y no insista, que no quisiera ser yo cómplice de homicidio.
Y con esto dicho, el aldeano pasó de largo. No había andado mucho de allí cuando Glum le cogió y le llevó lejos de su tierra y de su mundo, lejos como solo Glum podía saber. Se descubrió luego que el hombre que había secuestrado tenía por nombre Eltren y por apellido Roncellín, y con Eltren Roncellín investigó Glum las razones de la muerte y sus causas, y de esta manera los caminos para llegar a ella. ¡Desdichado el pobre Eltren Roncellín, pues antes de ser capturado se preguntaba cómo haría para vivir tantos años como el anciano que segundos antes le había acontecido! Con cuarenta y dos fue su final, impensable y doloroso final, del que sacó Glum no menos dolorosas conclusiones, entre ellas que para matarse a sí mismo haría falta mucho más que un ser humano y mucho más de lo que para matar a un ser humano hace falta. No fue esto de su agrado, y durante otros muchos años que no fueron contados Glum caviló otra solución a su problema, tras todos los cuales llegó a una firme conclusión: que era hora de tener un hijo suyo para conocerlo y para conocerse a sí mismo, a la manera que los seres humanos tienen hijos en sus mundos, que parece que el legado del padre lo continúa el hijo, y que de esta manera guardan el linaje durante muchos años y conservan características esenciales como una marca en la piel o la fuerza de un brazo, que así la del padre es la del hijo. Si su hijo heredaba sus facultades, se decía Glum, no sería muy dificultoso darse muerte prontamente.
Para este propósito Glum visitó distintos mundos y caminó durante muchos largos años. Ciertos seres vivos, en según qué mundos que encontraba, le parecían asemejarse a él y a su anatomía; algunos poseían una piel escamosa, muy similar a la suya; otros eran de su misma altura y algunos hasta se movían con la misma parsimonia que él, mas, por muchos intentos y muy rigurosos que hizo para darse descendencia, de muchas maneras, llegando a exprimir su creatividad hasta límites que nunca habría imaginado, no logró nunca gestar su ansiado retoño. Con mucha tristeza y envidia se adentraba Glum en esta época de su vida en los mundos para observar la vida de los seres humanos, para ver sus descendencias y su evolución en el tiempo. Había lugares en los que las familias llegaban a componerse de catorce retoños, con sus diferentes edades y rasgos genéticos, que Glum apreciaba desde el deseo de descubrir él algún día en una criaturita las señales que demostraran ser, indudablemente, su hijo, como la mujer con rizos que miraba amorosa a su niña con las mismas ondulaciones en el cabello, o como el padre mudo que no escucha palabra de su hijo así amordazado por su herencia. Gran pesar cayó en el corazón de Glum, y lo siguieron muchos años de desesperación vagabundeando por entre los mundos, en los cuales fue la noche de entre los mundos, la oscuridad emanante del pesaroso, del triste y solitario Glum…
Pero no puede ser eterno el pesar y el dolor si el tiempo es eterno, y si los dolores y pesares duraran eternamente temprana sería la muerte de los tiempos, que poca falta harían en tan desesperado supuesto. Y así, pasados muchos siglos, muchísimos milenios e incontables eones caminados por Glum en los caminos de entre los mundos, algo de esperanza, un pequeño rayo verde en un corazón machacado, alumbró un nuevo día y, con él, una nueva idea, tan brillante y perfecta como la luz del sol entre las nubes. Con esta esperanza avivando los ánimos, Glum volvió a visitar los mundos que tan cambiados encontraba después de tanto tiempo, decidido a adoptar como hijo suyo a un ser humano que le pareciera bien para el caso.
No muy lejos de allí había un mundo joven y hermoso en paisajes y laderas, fértil y donde ya se habían asentado varias civilizaciones. En este mundo puso Glum el ojo y, oculto en el fondo del océano, que los habitantes de aquel mundo llamaban Mar del Piélago, escudriñó las gentes en busca de un ser humano que fuera de su agrado, mas dándose cuenta de que un padre o una madre no han de elegir a su propio retoño, decidió llamar y tomar como suyo al primero que escuchase. Lo que entonces aconteció es más de ver en esta historia popular de la que dejo constancia seguidamente, pues no podía pasar desapercibida la extraña desaparición de tan querido habitante.
En una vieja y oscura tasca marinera, cerca del faro de El Grau, una navegante fornida estaba contando al resto una historia vivida en el mar:
—El viento soplaba del norte impidiéndonos a mi tripulación y a mí acercarnos a la costa. La cosa por el día, pescando con las redes, no había sido fácil; todo él tuvimos que aguantar un fuerte chaparrón de una nube desprendida de la Gran Masa. Mi segunda de a bordo me advirtió cuando la vio, pero yo no le hice caso; ahora veo que pudo costarnos la vida. Ya lo dice bien nuestro refranero regulano: «contradice a tu segundo si quieres un difunto». Yo no estaba para refranes aquel día, quería terminar la faena, vender la mercancía y olvidarme un tiempo de la mar. El viento del norte nos desvió un poco durante el día y, viendo que la pesca no iba mal, no hicimos caso del extravío. Pero como iba diciendo, cuando el sol cegador se escondía bajo el piélago un viento huracanado nos hizo alejarnos muchas leguas. Nos arrastraba una tormenta que acababa de comenzar y la lluvia mojaba los maderos del barco. Las velas eran inservibles con aquel viento tan contrario como impredecible; los remos no servían para ganar en fuerza a las agresivas corrientes que nos arrastraban; las anclas no tocaban fondo, temerosas. Y esto fue lo que más nos inquietó, pues al saber que ni aún con toda nuestra cuerda alcanzábamos a enganchar algún peñasco, imaginamos el peor de los destinos. No voy a contar los detalles de aquella oscura noche; baste decir que tres cayeron manteniendo el barco a flote con la fuerza de sus propias manos en los cabos. Pero tras horas de lluviosa tormenta, el sol asomó por el sur y el mar se calmó. El gran azul se inflaba y desinflaba débilmente, y así, las olas dejaron de amedrentarnos. La calma llegó. El agua era cristalina. De pronto lo vi, posando su cara en el reflejo de la mía: era Bart, el Bart de la leyenda popular, el que llaman El Profundo, y me señaló con su dedo arrugado y blanco el camino; entonces se hundió. Efectivamente me mostró hacia dónde había de volver, y un mes después aquí estoy, contándoos esta terrible historia.
—¡Tonterías, pamplinas, y de las gordas! ¿Te refieres a Bart, el mismo Bart que desapareció hace ochenta años? ¿El mismo Bart de la historia que utilizamos para que los niños no se metan hondo en el agua y que no se ahoguen? Querida, creo que el mar te ha hecho perder el juicio —comentó uno de los comensales.
—Hay historias que cuentan que Bart no murió aquel día, sino que vive aún en el fondo oceánico —añadió otro.
—Sí —afirmó la navegante—, incluso hay marineros que afirman haber escuchado una voz oculta en el sonido de las olas. Dicen que podría ser Bart pidiendo auxilio desde el fondo de la mar.
—O avisando de peligros; cuando los barcos se alejan tanto que llegan al piélago ya nunca vuelven.
—¡Historias de viejos, tonterías de niños! Sin embargo, y esto lo digo más por poner de manifiesto la ingeniosa imaginación que los marineros y marineras desarrollan con sus largos períodos en alta mar, mi padre, que trabajó en barcos y era muy sabio, siempre contaba que había voces en el piélago que te avisaban de que estabas yendo demasiado lejos, y que aquellos barcos que no atendían a tales consejos nunca volvían. Esto me lo decía con la esperanza de que fuese marinero como él, pero por lo santo regular que ni soy marinero, ni lo quiero ser.
—Y bien poco me importa —respondió la navegante con bordería—, pero entiendo a lo que quieres llegar: que desde que Bart desapareció hace ochenta años, su nombre ha sido objeto de historias fantásticas que transcurren en la mar.
—Y no es para menos.
—Pues no. ¡Triángulos! Me gustaría tener otro oficio que no requiriera tanto esfuerzo y sacrificio, que cualquier día no volvéis a verme el pelo a mí junto con otras cuarenta de mi tripulación. O, ya que no puedo librarme de este barco anclado a mi vida, me gustaría saber lo que sucedió aquel día con Bart, el porqué de su desaparición, pues hubo de ser muy de ver habiendo llegado su leyenda hasta nuestros días.
El resto de comensales opinaron lo mismo, mas no pudiendo averiguar lo que hacía ya tantos años había ocurrido, callaron durante un rato. Entonces una voz se elevó desde el otro lado de la sombría tasca:
—Yo podría contaros esa historia con pelos y señales.
Todos miraron y vieron a una mujer sentada en un rincón oscuro. Llevaba un capuchón que ocultaba sus ojos. Se acercó a la mesa y, sin preguntar, cogió un taburete y se sentó en él trayendo consigo una bebida en la mano. Todos la miraron, expectantes, y descubrieron un rostro joven bajo aquel capuchón.
—¿Y cómo puedes saber tú lo que pasó aquel día? Ninguno de los que estamos aquí pudo verlo; sucedió hace más de ochenta años.
En la tasca todo era oscuro y apenas se veían unos a otros, lo que dio un tono mucho más misterioso a lo que dijo a continuación la mujer: —Yo… no vi lo que sucedió, pero lo sé porque me lo contó mi abuela.
—¿Y se puede saber quién es tu abuela?
—Mi abuela es la hermana pequeña de Bart, y lo vio todo, todo… Ella nos contó la historia a mi madre y a mí.
Esta revelación, que bien preocupaba a la misteriosa mujer, no hizo sino agravar el interés de todos los comensales, que sin quejas callaban, esperando la historia.
—Era un día cualquiera de hace ochenta años. Mifu, mi abuela, Bart y sus padres, mis bisabuelos, fueron a la playa a pasar el día. Todo transcurría normalmente; hacía calor y las familias se amontonaban en la arena con sus toallas cuadradas y sus sombrillas regulares. Bart y Mifu tomaron la merienda y estuvieron jugando en el agua un rato; entonces Mifu se salió del agua y Bart se quedó dentro. Mi abuela siempre me decía que no pensó que pudiera ocurrir algo así cuando lo miraba, sentada en su toalla. Bart se sumergía y emergía, jugando consigo mismo, disfrutando del agua, inocente. Poco a poco, casi imperceptiblemente, se fue alejando, sumergiéndose más y más, hasta que, habiéndose despistado solo un momento, Mifu dejó de reconocer la figura de su hermano en la lejanía. Rato más tarde supo que pasaba algo por el rostro comprimido de sus padres, y lo peor llegó con el llanto de su madre, que anunciaba la desgracia. Bart no estaba por ningún lado, y nadie le ha vuelto a ver.
Hubo un silencio, hasta que alguien dijo:
—¿Pero entonces, Bart murió o sigue vivo en las profundidades? ¿Se ahogó en el mar o le arrastró la marea?
—No lo sé.
—¡Pues vaya historia! Para mí que te la has inventado. ¡Todos sabemos que Bart se perdió en el mar! No nos cuentas nada nuevo.
Y con estas quejas, el círculo se fue disolviendo hasta que finalmente quedaron en la mesa la navegante y la mujer misteriosa. Las dos bebieron en silencio, inmersas en sus propios pensamientos, cuando de repente la marinera escuchó un gemido.
—¿Estás llorando? —Le preguntó a la mujer misteriosa.
—No.
—¿Es por lo de tu tío abuelo?
—No.
—Mira que las penas no se ahogan en un vaso solo, que es bien sabido que hace falta una compañera de barra y de lágrimas. Voy a repetirte la pregunta, ¿es por lo de tu tío abuelo?
—Sí.
—Entiendo. Te entiendo perfectamente. Esta gente tacha las historias verdaderas por falsas y las falsas por verdaderas; es normal y entendible que te duela que no respeten las memorias de tu abuela.
—Si fueran esas las memorias…
La mujer misteriosa alzó los llorosos ojos y la navegante, viéndola, la sonrió. —Venga, que te invito a una pinta —dijo, procurando animarla un poco.
—No, gracias. Creo que me voy —respondió la mujer misteriosa al tiempo que se levantaba de la mesa.
—Espera, dime tu nombre, por si nos volvemos a ver.
—Mif… Miranda.
—Yo soy Rosal, encantada —se presentaó, sonriendo todavía.
—Encantada. Adiós. —Se despidió Miranda, y se fue, muy deprisa y muy triste.
Estas historias que por las tascas marineras circulan, verdaderas o no, son a causa de lo que Glum dispuso para hacerse un hijo; y es que, hace ochenta años en este mundo, Glum llamó desde el fondo del mar, más allá del piélago, y Bart, que en ese momento se bañaba en la playa, escuchó su voz a través de las olas. Movido por una fuerza superior a él y maravillado por los conocimientos que entre las olas encontraba siguió su rastro, adentrándose más y más en el mar; primero andando, luego nadando hasta extenuarse y, finalmente, arrastrado por la marea mar adentro largas leguas para después sumergirse en lo más hondo. En las oscuras y negras profundidades marinas esperaba Glum a su nuevo hijo, que descendía lentamente hacia el abismo. Alguien había escuchado, y ya estaba aquí. Al fin se produjo el primer encuentro, y ambos se vieron.
—Has viajado mucho hasta llegar aquí, hijo mío; he viajado mucho hasta llegar aquí, mi hijo, mas al fin te tengo, al fin eres mío, y podré enseñarte todo lo que sé.
Y este fue el primer encuentro que tuvo Glum con su hijo. Ahora pasarían muchos años aprendiendo y caminando por entre los mundos. Al fin Glum tenía un propósito, al fin tenía alguien que aspirara a ser como él, alguien que aliviara su soledad y heredase todo lo que él era.
Relatos de la Regularidad
□ MIRA ESTAS LUCES
Lucreciana sostenía una cajita blanca y pequeña, cuadrada y fina. Robb se colocó cerca de su hombro para apreciar aquel objeto. Las manos de Lucreciana se movieron para abrirla pero cuando sus dedos rozaron los bordes rápidamente ocultaron la caja.
—¿Qué es?
Robb parpadeó varias veces.
—¿Cómo que qué es?
—Te pregunto que qué es.
—Lucreciana…
—¡Venga! ¿No te he dicho que era un juego? Estamos jugando.
—De acuerdo. Responderé a tu pregunta. ¡Pf! Como si pudiera saberlo.
—Tú responde.
Robb pasó la vista del rostro de Lucreciana a sus manos cerradas alrededor de la cajita cuadrada. ¿Qué podría haber dentro?
—Mmm… veamos…
Lucreciana suspiraba de impaciencia. En un minuto se concentró tanta intensidad por el compromiso de tener que decir algo que la integridad de la imaginación de Robb ya estaba por los suelos. Finalmente, dijo:
—¿Son entradas para el Gran Teatro?
—No —respondió Lucreciana con soltura.
Robb empezó a probar.
—¿Son unos chicles de lujo?
—No.
—¿Es algo tecnológico?
—Sí.
—Algo tecnológico… veamos… Lucreciana, esa cajita es muy pequeña para que sea algo tecnológico.
—No lo es.
—Sí lo es.
—Te digo que no, porque hay algo tecnológico en la caja.
—No puede haber algo tecnológico en la caja porque ningún tarado inventaría algo tan pequeño.
Lucreciana respiró hondo. A veces Robb se parecía más a un burro que a una persona.
—Lo sabré yo mejor que tú, que lo he comprado. Mira, voy a abrir la cajita porque me estás poniendo muy nerviosa, pero que sepas que seguimos jugando.
Robb meneó los hombros.
—Como quieras. A mí todo esto me parece una tontería.
—Tu pasividad me es desesperante, Robb.
Lucreciana despegó su mano de la superficie de la cajita cuadrada y atrajo la atención de los ojos saltones de Robb. Le quitó la tapa y la dejó a un lado, encima de la cama. En el interior de la cajita había repartidos seis pequeños cubos de color blanco dispuestos de forma regular y, a su lado, una plancha con muchos cuadrados de diversos colores.
—¿Qué es?
—Son luces.
—¿Luces? ¿Cómo bombillas en miniatura?
—Cuadrado. ¿Quieres que las pongamos?
—Cuadrado.
Se pusieron en marcha. Las seis pequeñas bombillas cúbicas, decían las instrucciones, tenían que ser colocadas en el centro de cada pared de la habitación. Solo había que encontrar ese punto, coger la pequeña bombilla, apretarla un poco contra la pared y su material ligeramente cáustico lo introduciría en ella. Así lo hicieron y, en menos de diez minutos, habían colocado las seis bombillas: cuatro en el centro de cada pared, una en el suelo y otra en el techo. Entonces apagaron la luz de la lámpara que alumbraba el cuarto.
—Y ahora, ¿qué? —Preguntó Robb.
No hizo falta que Lucreciana respondiera. Pulsó uno de los botones del mando y la habitación se iluminó con una luz blanca y clara proyectada regularmente desde el centro de cada pared.
—¡Es fascinante! —Exclamó Robb.
—¿Verdad que sí? Te dije que te gustaría, pero tú nunca le das una oportunidad a nada.
—Esta vez te daré una oportunidad, te lo has ganado. Por cierto, ¿qué tiene que ver el juego con las luces?
—Bueno, Robb, jugaremos con las luces, obviamente.
—¿Y cuáles son las reglas?
Lucreciana se llevó el dedo índice al labio inferior mientras pensaba un momento.
—Yo había pensado que hablásemos como lo hacemos normalmente, que nos hagamos preguntas y dialoguemos. La única regla es que hay que acompañar la conversación con el color que la corresponda.
—¿Y cómo sabremos qué color la corresponde?
—Seguro que lo sabemos.
—No estoy de acuerdo, Lucreciana. Por ejemplo, a mí una conversación relajada y pacífica puede parecerme de color verde, mientras que a ti puede parecerte amarilla, o vete tú a saber de qué color. Es subjetivo.
—En ese caso…
—No entiendo por qué quieres hacer estas cosas. Podríamos utilizar estas luces para relajarnos con un color suave o para una fiesta. Podríamos invitar a nuestros amigos, Lucreciana. Podríamos…
El cuarto se llenó de rojo.
—¡Para ya de quejarte! Me has dicho que jugarías, ¡no faltes a tu palabra, obtuso!
Con el cuarto del color de la sangre, el rostro de Lucreciana, arrugado por el enfado, daba auténtico terror.
—Está bien… juguemos.
El verde invadió la habitación.
—La segunda regla es esta: yo controlo los colores. Así no hay discusiones por la subjetividad. ¿Entendido?
—Entendido.
—Cuadrado.
—Cuadrado.
Hubo un largo silencio en el que los dos trataban de averiguar qué hacer, qué decir. Lucreciana temía perder la autoridad del juego si este no avanzaba como se esperaba. Sin embargo, no encontraba el camino por donde seguir ahora. Pulsó el botón amarillo.
—¿Qué quiere decir amarillo?
—Quiere decir que me aburre el silencio.
—Yo no sé qué decir.
—Yo tampoco… ¡Ya lo tengo, Robb! Pensemos en una palabra cada uno y hablaremos de algo relacionado con las dos palabras.
—¿Y qué palabra digo?
—La que quieras.
De nuevo el silencio. Lucreciana apretó un botón que aumentó la intensidad del color amarillo hasta el tono de la mostaza.
—¿La has pensado ya?
—Di la tuya primero.
—Burro. ¿La tuya?
—Luz.
—Luz y burro. ¡Muy bien! Ahora solo tenemos que ponernos a hablar de algo relacionado con estas dos palabras. Por ejemplo, se me viene a la mente un burro caminando de noche y lleva dos lámparas de energía a los lados para alumbrar el camino. ¿Qué se te ocurre a ti?
—A mí nada. ¿Qué quieres que se me ocurra?
—No sé… algo… —La luz de la habitación cambió a un azul triste—. Se supone que ibas a involucrarte en esto.
Robb se revolvió un poco en la cama.
—Creo que está muy bien lo que has pensado, pero, ¿qué quieres que diga de un burro con dos luces?
El azul de la habitación se oscureció.
—Robb… di algo, lo que sea, no hace falta que sea sublime, solo que te involucres en esto… Me lo has prometido.
Robb se tumbó en la cama boca arriba.
—No creo que un burro vaya caminando solo por la calle… Un hombre viejo lo acompaña. Los burros siempre son llevados por hombres viejos.
Lucreciana dio unas palmaditas de celebración. La luz de cuarto cambió al naranja.
—¡Muy bien! Y todos los hombres viejos van acompañados de mujeres viejas.
—Cuadrado. Y no caminarían de noche si no les hubieran obligado a salir de sus hogares.
—Cuadrado. ¡Triángulos! ¿Ves cómo no era tan difícil?
—Es verdad. Venga, sigamos. ¿Por qué crees que caminan de noche?
—A lo mejor están buscando algo.
—¿De noche? Si buscaran algo, lo suyo sería que lo hicieran de día.
—No, obtuso, no me refiero a ese tipo de cosas. Puede que estén buscando un lugar seguro. A lo mejor están huyendo y buscan su camino.
—No lo sabemos… Tendríamos que haber pensado antes en esto. ¿Cómo sabremos ahora de dónde vienen?
Hubo otro silencio. Lucreciana cambió el color de las luces a un amarillo muy claro y se tumbó al lado de Robb. Ambos parecían ocupados en sus divagaciones.
—Creo que nos hemos estancado —dijo finalmente Robb.
—Y yo.
—Bueno, ¿se acabó el juego? —Preguntó incorporándose un poco para mirar a Lucreciana a los ojos.
—¡No te rindas tan fácilmente! ¿Por qué no pensamos otras dos palabras?
—De acuerdo —la respondió con desgana al tiempo que se tumbaba de nuevo a su lado.
—Yo digo desgana.
—¿Desgana? Yo digo obligación.
—Obligación y desgana…
—Desgana y obligación…
Mientras saboreaban estas palabras, ambos trataban de imaginar un pasado para los dos ancianos que caminaban con el burro. La luz de la habitación oscureció tanto que quedó en penumbra.
De pronto, se encontraban hablando en la oscuridad.
—Yo creo que él siempre estaría en casa aburrido y sin decir nada. Me imagino al anciano en el sofá, sin tan siquiera leer un libro, comiendo todo tipo de cubos basura, en babia como él solo, simple e intrascendente. ¿Te lo imaginas tú así?
—Supongo… Yo la veo a ella preocupada por todo. Cuando vivían en su casa, pues suponemos que ya no lo hacen, le controlaba las comidas, los movimientos, le obligaba a dar paseos y a visitar parientes que no le importaban. ¡Triángulos! ¿No crees que podrían estar yendo a visitar a un pariente lejano?
—No lo creo… Además, hemos dicho que les han echado de su casa.
—Triángulos, es cierto.
De repente la luz cambió a un irradiante destello claro y blanco que iluminó toda la habitación.
—¡Ya lo tengo! —Dijo Lucreciana—. La casa se caía a cachos y, a pesar de tener la obligación de arreglarla, el viejo era tan desganado que finalmente la casa se les cayó encima y tuvieron que huir en busca de otro hogar.
A Robb no le gustó mucho esa idea.
—¿Y por qué no la arregló su anciana esposa? Ella también podría haberlo hecho.
—Dame una palabra.
—Presunción.
—El viejo la convencía de que no pasaba nada, no porque lo pensase realmente, sino porque le daba desgana de que la arreglase su mujer por el ajetreo que conllevan las obras. Su presunción de que no pasaba nada les llevó a perder su casa.
—Dame una palabra.
—Historia.
—¿Historia? No puedo imaginar nada con esa palabra.
—Sí que puedes. Podrías decir que…
—¿Sabes? —Robb parecía enfadado—. Si tan bien se te da, juega tú sola.
Antes de que Lucreciana pudiera decir palabra, Robb se había levantado de la cama y había salido de la habitación con la suerte de haber pisado el mando de colores con el pie. Un azul triste y melancólico es lo único que quedó de él en la habitación.
—¿Qué habré dicho? —Se preguntó Lucreciana.